A partir de la última etapa del Renacimiento hasta hoy, los artistas y sus mecenas perdieron gradualmente el interés por los ángeles, excepto por los pequeños y regordetes Querubines, tan útiles para decorar el cielorraso o un ocasional rincón vacío. Pero durante los siglos XII a XV, los ángeles aparecían por todas partes. Para esos artistas que se estremecieron de emoción ante el desafío de representar a esos poderosos mensajeros alados de Dios, el dilema fue de hacer encajar las alas en los cuerpos de ángeles con apariencia humana y aún así, dar la impresión de que el mecanismo de vuelo real era posible. Hablando más explícitamente, las alas escogidas por ser más convenientes para un cuerpo angélico fueron modeladas basándose en las aves más bellas y de mayor tamaño asequibles a la observación de los artistas. Fue así que las alas de cisnes, águilas y gansos adornaron los hombros de los cuerpos celestiales en las magníficas obras maestras de Leonardo, Botticelli y Caravaggio. En cambio a los espantosos seres del abismo se les dieron alas de reptiles o murciélagos, esos seres asociados al dragón, la serpiente o las temibles y desconocidas criaturas de la noche.
Los artistas de Renacimiento, en su intento por establecer una conexión factible entre la forma humana y las alas, utilizaron como modelos a las figuras aladas de la Grecia helenística. Si examinamos la realidad anatómica de soldar alas a la forma terrenal, encontramos que ninguna de esas representaciones podía tener posibilidades de volar, pero de algún modo todos hemos dejado a un lado nuestro descreimiento la aceptar su eventual realidad. El ardid visual que se ha ofrecido es que parecen reales y, no obstante, todos intuimos que, sin intervención divina y sobrenatural, esos seres nunca pudieron despegar del suelo, si nos tenemos a las leyes de gravedad. (Malcom Godwin - Ángeles)
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